Pensamiento 53. Sobre consejeros y directivos, 23. Séptimo
pecado capital: ser apóstol del cambio… en los otros.
Cuando la evidencia
muestra que el entorno cambia, lo racional es adaptarse cambiando también uno
mismo: es lo que hace la naturaleza (plantas, animales, bacterias) y la base de
la selección natural.
Pero nuestras vidas
son algo más que la racionalidad. Más allá de ella, en lo más íntimo de
nosotros, coexisten dos grandes atracciones contrapuestas.
Por una parte está
el deseo de logro y de superación personal, de alcanzar metas únicas, de causar
un impacto en el propio entorno. Nos lleva no ya a reaccionar a los cambios del
entorno, sino a provocarlos y a liderarlos. La persona se siente atraída por lo
nuevo y lo desconocido, que vive como un desafío.
Por otra parte está
la atracción por la seguridad psicológica que proporciona lo conocido y el que
las cosas sigan como siempre. Una atracción con fuerte raigambre en el cerebro
a decir de la neurociencia, que nos lleva a evitar los cambios, generadores de
inseguridad. Lo nuevo y desconocido generan temores que arraigan en nuestra
mente más allá de lo racional.
La innovación y el
cambio se sitúan entre estas dos tendencias, y de cuál predomine en cada
persona dependerá su actitud frente a ellos.
Son muchos los que
dan prioridad absoluta a la seguridad y relegan o ignoran la atracción por lo
nuevo o por el cambio cuando éste tiene implicaciones personales, protegiéndose
así de sus temores íntimos. Otros superan esos temores y optan por la
innovación y el cambio, convirtiéndose en los motores de la sociedad. A veces
fracasan, riesgo que asumen.
Existe un tercer
grupo de personas que, con más perspicacia que coraje, han encontrado una
curiosa manera de compaginar lo que saben por razonamiento -cambiar es necesario-
con su actitud íntima de alergia personal a la mudanza y a lo nuevo. Se
convierten en predicadores del cambio y de la innovación, al mismo tiempo que se
aseguran para sí mismos un espacio vital en el que permanecen a salvo de ellos.
Elaboran un brillante discurso sobre la importancia de que los demás opten por
el cambio, y entretanto ellos permanecen cómodamente instalados en espacios
protectores, blindados frente a él.
Es el caso, entre
otros, de muchos altos funcionarios. Y el de una mayoría de los profesores de
universidad, la institución con mayor aversión al cambio a decir de quienes la
conocen a fondo, aunque hay excepciones. Y el de algunos directivos empeñados
en dar más lecciones que ejemplo.
En el caso de los altos
funcionarios es explicable, dado que mayoritariamente eligen ese estatus por búsqueda
de seguridad y aversión a la incertidumbre.
En el caso de los
profesores, muchos de ellos funcionarios, tiene más difícil explicación. Al
permanecer en su célula de seguridad se cierran al aprendizaje -no confundirlo
con la erudición: ésta se adquiere en los libros mientras que para aprender
hace falta abrirse personalmente a lo nuevo y desconocido, experimentar el riesgo
y lo diferente- y condenan a sus alumnos a que lo que les enseñan sea
información adquirida en sus lecturas, no conocimiento.
En el caso de los
directivos es un contrasentido. La empresa es, por concepto, dinamismo,
superación, desafío, ir más lejos que los demás y hacerlo mejor… Eso requiere
innovación, descubrimiento de nuevos productos, o procesos, o formas de hacer…
En realidad el de “empresa innovadora” es una expresión redundante: la
innovación está incluida en el concepto de empresa, y que ésta no sea innovadora
es una degeneración del término.
Por eso los directivos
empresariales dignos de ese nombre no pueden eludir ser protagonistas del
cambio en sus diversas formas: desde el producto o los procesos hasta las
relaciones personales. Predicarlo para los demás (mandos, empleados,
sindicalistas…) y no ser un ejemplo vivo del mismo es un compendio de varios de
los vicios capitales, un quebranto de otros tantos mandamientos, y una garantía
de que la empresa se encamina a su final.
La virtud
correspondiente es, evidentemente, la apertura al cambio. El nivel mínimo de lo
aceptable está en la actitud racional: asumirlo por imposición del entorno. Y
lo que marca la excelencia es actuar desde el propio deseo de logro y de
superación, más allá de la racionalidad: promoverlo antes de que el entorno lo
exija, liderarlo, e incluso definir las reglas de juego de la nueva situación.