Pensamiento 47. Sobre consejeros y directivos, 17.
Primer pecado capital: El miedo al otro.
Del mismo modo que
sucedía con el primer mandamiento (recuerda el pensamiento 27), este primer
vicio es el más capital de todos. De
manera brillante lo intuía José María Gallego en su último comentario.
El miedo al otro es
uno de los temores más arraigados en el ser humano. Lo trata la filosofía, la
psicología, la literatura, el teatro, el cine… y todos lo hemos experimentado
en múltiples ocasiones. Es algo profundamente enraizado en nuestra naturaleza.
Abrirse al otro es, entre otras cosas, exponerse a) a ser rechazado, b) a que
se conozcan nuestras miserias, y c) a encontrarnos con realidades, ideas,
enfoques o planteamientos vitales que pueden llevarnos a cuestionar los
nuestros. Todo lo cual horroriza a la mayoría de nosotros.
La cultura ha ido
creando multitud de fórmulas de cortesía, urbanidad, buenas maneras, pequeñas
mentiras de corrección política… que rigen nuestro comportamiento habitual. Permiten
cohabitar con los demás sin abrirse a ellos, mantener un trato aséptico que
preserva la intimidad de todos.
También ha creado
las estadísticas, que permiten contemplar la realidad humana ignorando a los
seres humanos concretos, con sus miserias, sus aspiraciones, sus sufrimientos y
gozos… Y como cada día se publican tantas, siempre encontraremos alguna cuyas
cifras “justificarán” nuestra posición por aberrante que sea y nos permitirán
vivir junto al otro ignorándolo en su realidad concreta e incluso manteniendo
una supuesta superioridad intelectual frente a él.
Las organizaciones
son pequeñas sociedades en las que la relación interpersonal es prolongada e
intensa. Eso las hace especialmente proclives a la aparición del miedo al otro
y en consecuencia han desarrollado una mayor protección frente a él.
De entre las estructuras
y mecanismos que configuran las organizaciones, la jerarquía, los roles
formales y la parcelación de las responsabilidades son las fórmulas que más nos
permiten conjurar el miedo al otro y hacer de él un extraño con el que
convivimos muchas horas todos los días.
Estos parapetos resultan
útiles para muchas personas. De hecho son muchos los directivos que aprovechan la
jerarquía, los roles formales y la parcelación de responsabilidades para evitar
una relación “persona a persona” con los demás. Lo hacen tanto más cuanto mayor
sea su inseguridad frente al otro: en la literatura psicológica es un clásico
que el autoritarismo está vinculado a la inseguridad personal, y el
autoritarismo no es sino un abuso de la posición jerárquica.
Sin embargo, protegerse
frente al otro de este modo es inaceptable para cualquier directivo con una
mínima ambición de excelencia, por una simple cuestión de eficiencia. Ignorar
al otro concreto supone ignorar, en el doble sentido de desconocer y
despreciar, su dinamismo, sus aspiraciones, sus deseos de superación, sus mejores
capacidades y conocimientos: toda la energía humana gracias a la cual la
empresa podrá conseguir sus resultados y sin la cual nunca saldrá de la
mediocridad.
Dirigir personas de
la forma virtuosa expuesta en los diez mandamientos exige abrirse a los otros
sin temor: mirarles a los ojos con sinceridad, relacionarse y comunicar con ellos,
conocerlos y hacerse conocer, guiarlas, ayudarles, exigirles, decirles verdades
a veces desagradables, escucharles con interés…
La apertura sincera
al otro es la virtud contraria a este pecado capital y en ella consiste la
excelencia directiva.
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