martes, 24 de mayo de 2016

Pensamiento 53. Sobre consejeros y directivos, 23. Séptimo pecado capital: ser apóstol del cambio… en los otros.
Cuando la evidencia muestra que el entorno cambia, lo racional es adaptarse cambiando también uno mismo: es lo que hace la naturaleza (plantas, animales, bacterias) y la base de la selección natural.
Pero nuestras vidas son algo más que la racionalidad. Más allá de ella, en lo más íntimo de nosotros, coexisten dos grandes atracciones contrapuestas.
Por una parte está el deseo de logro y de superación personal, de alcanzar metas únicas, de causar un impacto en el propio entorno. Nos lleva no ya a reaccionar a los cambios del entorno, sino a provocarlos y a liderarlos. La persona se siente atraída por lo nuevo y lo desconocido, que vive como un desafío.
Por otra parte está la atracción por la seguridad psicológica que proporciona lo conocido y el que las cosas sigan como siempre. Una atracción con fuerte raigambre en el cerebro a decir de la neurociencia, que nos lleva a evitar los cambios, generadores de inseguridad. Lo nuevo y desconocido generan temores que arraigan en nuestra mente más allá de lo racional.
La innovación y el cambio se sitúan entre estas dos tendencias, y de cuál predomine en cada persona dependerá su actitud frente a ellos.
Son muchos los que dan prioridad absoluta a la seguridad y relegan o ignoran la atracción por lo nuevo o por el cambio cuando éste tiene implicaciones personales, protegiéndose así de sus temores íntimos. Otros superan esos temores y optan por la innovación y el cambio, convirtiéndose en los motores de la sociedad. A veces fracasan, riesgo que asumen.
Existe un tercer grupo de personas que, con más perspicacia que coraje, han encontrado una curiosa manera de compaginar lo que saben por razonamiento -cambiar es necesario- con su actitud íntima de alergia personal a la mudanza y a lo nuevo. Se convierten en predicadores del cambio y de la innovación, al mismo tiempo que se aseguran para sí mismos un espacio vital en el que permanecen a salvo de ellos. Elaboran un brillante discurso sobre la importancia de que los demás opten por el cambio, y entretanto ellos permanecen cómodamente instalados en espacios protectores, blindados frente a él.
Es el caso, entre otros, de muchos altos funcionarios. Y el de una mayoría de los profesores de universidad, la institución con mayor aversión al cambio a decir de quienes la conocen a fondo, aunque hay excepciones. Y el de algunos directivos empeñados en dar más lecciones que ejemplo.
En el caso de los altos funcionarios es explicable, dado que mayoritariamente eligen ese estatus por búsqueda de seguridad y aversión a la incertidumbre.
En el caso de los profesores, muchos de ellos funcionarios, tiene más difícil explicación. Al permanecer en su célula de seguridad se cierran al aprendizaje -no confundirlo con la erudición: ésta se adquiere en los libros mientras que para aprender hace falta abrirse personalmente a lo nuevo y desconocido, experimentar el riesgo y lo diferente- y condenan a sus alumnos a que lo que les enseñan sea información adquirida en sus lecturas, no conocimiento.
En el caso de los directivos es un contrasentido. La empresa es, por concepto, dinamismo, superación, desafío, ir más lejos que los demás y hacerlo mejor… Eso requiere innovación, descubrimiento de nuevos productos, o procesos, o formas de hacer… En realidad el de “empresa innovadora” es una expresión redundante: la innovación está incluida en el concepto de empresa, y que ésta no sea innovadora es una degeneración del término.
Por eso los directivos empresariales dignos de ese nombre no pueden eludir ser protagonistas del cambio en sus diversas formas: desde el producto o los procesos hasta las relaciones personales. Predicarlo para los demás (mandos, empleados, sindicalistas…) y no ser un ejemplo vivo del mismo es un compendio de varios de los vicios capitales, un quebranto de otros tantos mandamientos, y una garantía de que la empresa se encamina a su final.

La virtud correspondiente es, evidentemente, la apertura al cambio. El nivel mínimo de lo aceptable está en la actitud racional: asumirlo por imposición del entorno. Y lo que marca la excelencia es actuar desde el propio deseo de logro y de superación, más allá de la racionalidad: promoverlo antes de que el entorno lo exija, liderarlo, e incluso definir las reglas de juego de la nueva situación.

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